Treinta años después del crimen que terminó con la vida de Melissa Alfaro, el sistema de justicia peruano ha sido incapaz de sancionar a los responsables. Una amnistía, un archivo, y un expediente perdido después, el caso espera programación de fecha de juicio oral.
¿Tú que estabas haciendo cuando pasó lo de Melissa? La pregunta solo han sido capaz de hacérsela los miembros de la familia Alfaro Méndez, 20 años después del trágico suceso que les marcó la vida para siempre. Lo de Melissa, sin proponérselo, los había acallado, como si la detonación de su cuerpo y de sus sueños, les hubiera a ellos impuesto el silencio. Y hay incluso, hasta ahora, en la formulación de la interrogante que se hacen entre sí, cierto recelo, ciertas formas a guardar. Y es que lo de Melissa no tiene nombre. No puede acabar de describirse, o relatarse, sin la necesidad de referirse a la violencia con la que se acabó con la vida de la periodista.
Es la tarde del 10 de octubre de 1991, cuando una explosión remece la redacción de la revista Cambio, en Lima, destruyéndolo todo metros a la redonda. Reporteros y colaboradores de la publicación, aún aturdidos, recorren las oficinas para identificar el origen de lo sucedido, sin respuesta. A cambio encuentran sin vida a Melissa Alfaro, la joven y talentosa estudiante de periodismo que, a sus 23 años, ejercía ya el cargo de Jefa de Informaciones. Todo era desconcierto. Pero, ¿qué había pasado? ¿Qué había originado esa explosión al interior de la redacción, y cómo pudo un explosivo llegar hasta allí? La respuesta solo se obtendría con una minuciosa reconstrucción posterior de los hechos.
Sobre bomba
En 1991, con poco más de un año en el poder, el gobierno de Alberto Fujimori empezaba a dar muestras de un cambio radical en la política antiterrorista. Delegar en las Fuerzas Armadas el control de zonas rojas del país, donde operaban columnas de Sendero Luminoso -el grupo terrorista que asolaba, hasta entonces, ciudades del ande peruano-, era la principal señal de la decisión política de ir al choque. Y con el cambio de estrategia, empezaron a llegar a la capital del país innumerables denuncias de abusos y crímenes contra la población, ya no solo de Sendero Luminoso, sino también del Ejército Peruano como ejecutor. Cualquier voz disonante a esa política, o amplificadora de esas denuncias, empezó a ser acallada. Una de ellas era la de la revista Cambio, una publicación de ultra izquierda, lo suficiente para ser relacionada a los fines del grupo terrorista.
Por entonces abogados y hasta congresistas de la República empezaron a recibir peligrosa correspondencia. Envoltorios a manera de sobres, cargados de material explosivo, que detonaban al ser abiertos. Se trataba de artefactos, de fabricación artesanal, que empezaron a ser enviados en Lima ese año, causando a los destinatarios mutilaciones o la muerte. Uno de esos sobre bomba, como la prensa los bautizó, fue el que llegó ese 10 de octubre a la redacción de la revista Cambio. El destinatario, señalaba el rótulo de la correspondencia, era Carlos Arroyo, director de la publicación periodística. Ese día fue Melissa Alfaro la encargada de recibir el paquete en la recepción de la oficina. El abrirlo, parte de sus obligaciones habituales, terminaría con su vida, en un segundo.
Un informe levantado por UDEX, la Unidad de Explosivos de la Policía, inmediatamente después del hecho, fue determinante para identificar al remitente del envío criminal. Los peritos determinaron que la carga explosiva estaba compuesta por anfo gelatina, sustancia de alta potencia, que se obtiene de la mezcla de nitrato de amonio y combustible derivado del petróleo. En el país había un solo manipulador de tan complejo explosivo: el Ejército Peruano. Allí apuntarían las investigaciones desde un inicio, hasta llegar a identificar que el envío de este tipo de artefactos letales estaba descrito en el Manual de Operaciones de los servicios del inteligencia. Pero eso se conocería después. Veinte años después.
Detonando el sistema solar
“Ella era como un puente generacional para nosotros, esa era su función en la familia”, dice Igor Alfaro, hermano de la periodista. Los Alfaro Méndez eran cinco, todos con marcadas distancias de edad, y siendo Melissa la hermana del medio, la familia reconocía en ella el centro, la bisagra que unía los intereses, los afectos y los quehaceres de los mayores con los más pequeños. Cuando pasó lo de Melissa, Igor tenía 13 años, pero como al resto del núcleo familiar, le tomó mucho tiempo procesar lo sucedido. Fue a él, sin quererlo, a quien le tocó promover el diálogo al interior de la familia sobre el hecho, gracias a una asignatura de la universidad. Como proyecto final del curso de fotografía documental que llevaba, propuso contar y fotografiar el caso de su hermana.
“Nunca habíamos abierto su cartera. Era tal la manera en que evitábamos el tema, que no nos habíamos atrevido siquiera a eso”, relata Igor, que como parte de su proyecto documental fotografía las pertenencias de su hermana, entre ellas la cartera que Melissa usaba el día del atentado. “Cuando la abrimos hallamos poemas. Sentimos que nos estaba hablando”, relata, describiendo además el apego que la periodista tenía por el arte, la música y la poesía. Era de los hermanos pequeños cuando todo ocurrió. Fue a la hermana mayor a la que le tocó asumir el papel que, por el shock de lo acontecido, no pudo asumir inmediatamente la madre.
Iris Alfaro recorrió fiscalías, medios de comunicación y hasta oficinas de congresistas de la República buscando justicia para el caso de su hermana. Pero todos hacían oídos sordos ante un gobierno que empezaba a coparlo todo. Ella asumió el liderazgo en la familia para denunciar el caso de la casa para afuera, porque dentro de casa, por alguna razón, ese era un tema que por muchos años evitaban. “Nosotros nos hemos ido sacando por cucharitas las cosas: dónde estábamos, cómo nos enteramos. Hemos ido conversando, pero aún nos es muy difícil hablar del tema”, cuenta Iris, que ha sido además una activa manifestante en cuanta marcha por la memoria de los muertos y desaparecidos durante el gobierno de Alberto Fujimori. Fue cuando ese régimen cayó que sintió una cosa: alivio.
En 2001, la renuncia de Fujimori a la presidencia, después de 10 años en el poder, marcó para la familia Alfaro Méndez una nueva etapa, la de la esperanza. Y es por esos años que un nuevo actor familiar se incorpora a la lucha por justicia en el caso de Melissa: la madre. Norma Méndez había pasado por un largo periodo de depresión producto de la muerte de su hija, y le era casi imposible enunciar lo que le había sucedido. Sin embargo, visto el nuevo panorama político del país, decide asumir también de boca propia el reclamo por un proceso de investigación, diligente y justo, para hallar a los responsables del crimen.
Como si hubiera sido poco perder a un miembro de la familia así, los Alfaro Méndez fueron sometidos, los años siguientes al atentado contra Melissa, a una política del miedo. Norma Méndez ha contado para este informe cómo agentes del Ejército, armados, pasaban y hacían guardia frente a su vivienda; como recibían constantes llamadas que nadie del otro lado atendía; o las veces que por la madrugada les tocaban la puerta con el único afán de incomodarlos, de hacerlos sentir vigilados. Un miedo que había llevado a Norma, por ejemplo, a exigirle a Igor por esos años, a reportarse a la casa cada dos horas, o a no alejarse más de cuatro cuadras del hogar cuando salía a jugar con sus amigos.
“Mi hermana era como el centro del sistema solar, y nosotros éramos como los planetas. Y cuando ese centro estalla, literalmente, nosotros salimos fuera de órbita. Esa fue la sensación durante muchos años. Después de mucho tiempo estamos volviendo a órbita”, ilustra el hermano menor de Melissa sobre todo lo que significó su pérdida.
Amnistía, archivo y expediente perdido
Desde la Asociación Pro Derechos Humanos (APRODEH), la abogada Gloria Cano toma el caso en 2003, convirtiéndose en la principal aliada de la familia en busca de justicia para Melissa. Dieciséis años después, tras recojo de testimonios, nuevas diligencias, y pericias técnicas, el Ministerio Público consigue formalizar la acusación contra los responsables mediatos e inmediatos del crimen. Nos encontramos ya en 2019, a un paso del inicio del juicio oral en el que el expresidente Alberto Fujimori; su exasesor de inteligencia, Vladimiro Montesinos; el general del Ejército, Julio Salazar Monroe; y el agente de inteligencia militar, Víctor Penas, están a punto de ser sentados en el banquillo de los acusados, cuando la pandemia hace lo suyo: manda a pausa indeterminada el inicio del juicio. No había sido fácil llegar hasta aquí.
La primera denuncia por el homicidio de Melissa fue interpuesta por Carlos Arroyo, director de la revista Cambio, en 1991. Desde entonces se inicia una investigación fiscal lenta y poco diligente, que no obtiene mayor información debido a la nula colaboración de las Fuerzas Armadas con el caso. En pleno apogeo de su poder, el gobierno tampoco estaba interesado en que se sepa la verdad. Así andaban las indagaciones del Ministerio Público, a trompicones, cuando el 5 de abril de 1992, el autogolpe de estado de Alberto Fujimori cierra el Congreso de la República, recortando las garantías ciudadanas. Se cometen por esos días detenciones y múltiples intervenciones al margen de la ley. Una de ellas a la revista Cambio, desapareciendo documentación y evidencia que servían de insumo a la Fiscalía.
Nadie desde entonces parecía realmente interesado en el caso. En el Ministerio Público apenas había esfuerzos exiguos por mantenerlo vigente. El archivo del expediente llegaría en 1997, tras una nueva arremetida del gobierno de Fujimori contra el estado de derecho. Desde el Congreso de la República, donde tenía amplia mayoría, se aprueba una Ley de Amnistía a favor de militares y policías procesados por casos de derechos humanos. El efecto legal es inmediato: el archivo de cualquier tipo de investigación de esa naturaleza. Es desde ese momento que el caso duerme sin ninguna posibilidad de ser reabierto. Hasta la caída de Fujimori. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos determinó la ilegalidad de esa amnistía, y demandó al estado peruano reabrir todo caso archivado como efecto.
La reapertura de graves caso de crímenes de estado, como el de La Cantuta, por el que se secuestra y asesina a nueve estudiantes y un profesor universitario; o el de Barrios Altos, en el que una decena de comerciantes son aniquilados durante una fiesta, ambos casos bajo sospecha de terrorismo, abre la trocha que permitirá alimentar con información a otros casos “menores”. De estos dos expedientes se conoció que el Ejército describía, en un Manual de Operaciones, a los sobre bomba como un medio de intimidación y sabotaje. Ambos casos permitieron saber también de la existencia de múltiples núcleos básicos de inteligencia, permitiendo conocer la estructura no concentrada con la que se actuaba.
De la revisión de esta información, así como de los legajos administrativos, en los que la institución militar detallaba las operaciones en las que cada agente participaba, se permitió identificar a un presunto ejecutor del atentado contra Melissa Alfaro: Víctor Penas, un capitán retirado que, para Fiscalía, fabricó y envió los artefactos explosivos. Penas obtuvo prisión preventiva durante tres años, que se venció sin hallar condena. Hoy goza de libertad. Como a él, el juicio espera a Fujimori, Montesinos y Salazar como supuestos autores mediatos, las personas bajo cuyas órdenes, o complacencia, se actúo al margen de la ley.
Igor, Iris, Norma, y todos los integrantes de la familia Alfaro Méndez esperan que, por fin, el Poder Judicial inicie el juicio oral que permita exponer todas las pruebas halladas contra los que se presume implicados en el caso. Quizá hallando justicia, algún día, puedan volver a hablar abiertamente de lo de Melissa.