Un periodista ingresa a la Base Militar de Huanta, para no salir jamás. Treinta y seis años después, la justicia peruana se presta a iniciar el juicio oral por la muerte presunta del hombre de prensa. El principal responsable de su desaparición está también “desaparecido”
Todo parecía estar listo para que este mes, después de 36 años del asesinato del periodista Jaime Ayala Sulca, la Sala Penal Nacional programe el inicio del juicio oral, contra los responsables de su desaparición y presunta muerte. Pero llegaría el Covid19, o coronavirus, y con él la suspensión de toda actividad del sector público y privado, hasta nuevo aviso. Se trata de un hecho circunstancial e imprevisto, a diferencia de los otros que, durante todo este tiempo, han impedido que se conozca la verdad y se sentencie a los responsables: un archivo, y hasta una Ley de Amnistía a favor de las Fuerzas Armadas.
Jaime Ayala tenía 22 años cuando desapareció en Ayacucho, la provincia peruana más azotada por el terrorismo y las fuerzas del orden durante los ochenta, época del mayor periodo de violencia política del país. Pero a diferencia de las miles de personas cuyo paradero incluso hasta hoy sigue siendo desconocido, de Ayala se tiene exactitud y claridad respecto al lugar donde ingresó, para no salir nunca más: la Base Militar de Huanta, operada por la Marina de Guerra.
Apenas dos semanas antes, Ayala había viajado a Lima, la capital del país, para renunciar al diario del que era corresponsal. La violencia en Ayacucho se había desbordado, y por informar al país lo que allí pasaba, era víctima de constantes amenazas. Con su renuncia en trámite, la cobertura de un último caso lo llevaría, literalmente, a la boca del lobo.
Un asesinato múltiple y una visita inesperada
El 1 de agosto de 1984 dos hechos gatillarían el último acto de vida de Jaime Ayala Sulca. El joven periodista se desempeñaba como locutor de Radio Huanta 2000, desde donde tenía un programa de música, transmitía partidos de fútbol, e informaba sobre el acontecer de la provincia. Ayala era además corresponsal del diario La República, de circulación nacional, a donde hacía llegar, vía telefónica, reportes diarios de los continuos hechos de violencia que protagonizaban el grupo terrorista Sendero Luminoso, y las Fuerzas Armadas, en su desmedido afán de contenerlo.
Ese primer día de agosto, por la tarde, se registró un asesinato múltiple en Callqui, un centro poblado de la provincia de Huanta. Seis campesinos, congregados en la Iglesia Evangélica Presbiteriana, fueron acribillados y sus cuerpos luego detonados con una granada, tras la incursión de una patrulla militar. El asesinato ocurrió a vista y paciencia de una treintena de testigos, quienes se hallaban congregados celebrando un culto, bajo sospecha que los ultimados integraban el movimiento sedicioso.
Horas después, por la noche, otra ilegal incursión tocaría más directamente a Ayala. Un grupo policial llegó hasta la casa de su madre, y luego de tumbar la puerta a patadas, y amenazarlos con armas de fuego, la agredieron a ella, y a su hermano mayor, hasta dejarlo inconsciente. Los policías, por sus gritos, buscaban al periodista. Pero él se encontraba en su casa, con Rosa Pallqui Medina, su esposa, una joven de 20 años, con la que acababa de tener un niño.
Jaime Ayala necesitaba explicaciones. Del brutal accionar contra su familia la noche anterior; y por el asesinato de los campesinos evangélicos en Callqui, sobre lo que se disponía a informar a Lima. Por eso a las 10 de la mañana, del 2 de agosto de 1984, llegó a las puertas de la Base Militar de Huanta. En el camino se había encontrado con Carlos Paz Villantoy, administrador de la radio en la que trabajaba, que lo acompañó. Ayala exigió hablar con el jefe militar de la base.
La Marina de Guerra del Perú había convertido el Estadio Municipal de Huanta en una instalación militar. Desde allí dirigía una serie de operativos, y hasta allí se trasladaban detenidos. El jefe del destacamento era el capitán Álvaro Artaza Adrianzén. Con él exigió hablar Ayala. De su llegada e ingreso a la base hay un centenar de testimonios. El estadio se había convertido en punto de reunión de familiares, que pasaban días preguntando por los suyos. A su insistencia, y luego de las consultas hechas, un centinela en la puerta autorizó el ingreso: “que pase solo el periodista”.
Una larga espera
“Lo que ellos querían es que él no informe. Querían parar el envío de la noticia. Los evangélicos habían estado en su templo, cantando y, delante de todos, los han asesinado”. Rosa Pallqui recuerda así, 36 años después, los hechos de aquel día. Entonces, con apenas 20 años, y con un bebé de 5 meses a cuestas, se movilizó por todo Huanta buscando a Jaime, luego que los militares de la puerta de la base, cuando fue a consultar, le negaran el ingreso del periodista.
Esa versión, sin embargo, se contraponía con la de decenas de personas que esperando allí por horas, lo habían visto ingresar, pero no salir. El gerente de la radio que lo acompañó le contó a la familia que solo autorizaron el ingreso de Ayala, más no el suyo. Al día siguiente amigos y parientes exigirían en la puerta su liberación. Pero así pasaría un día, una semana, un mes. Rosa Pallqui tomaría el teléfono, desde el primer momento, para comunicarse con el diario La República, en Lima, contando lo sucedido.
La publicación de la noticia de la desaparición de Ayala inició una fuerte campaña a favor de su liberación. No solo el diario para el que trabajaba como corresponsal, sino todos los medios del país, así como asociaciones de periodistas nacionales e internacionales, presionaban al unísono para que el gobierno tome acciones al respecto. El Ministerio de Guerra se vio forzado a publicar un comunicado exigiendo a la Marina un pronunciamiento sobre lo sucedido con el periodista. Los militares respondieron vía otro comunicado público: aceptaron su ingreso, agregando que Ayala se retiró 10 minutos después.
Sin ninguna noticia de su paradero, el Fiscal de la Nación viajó a Huanta. Visitó e inspeccionó la base militar, sin encontrar nada. La máxima cabeza del Ministerio Público nombraría a un fiscal ad hoc para el caso, al doctor José Mejía Chahuara, cuya investigación terminaría acusando al capitán Álvaro Artaza Adrianzén por la detención y desaparición del periodista. Pero aquella acusación sería apenas el inicio de un conjunto de trompicones que, durante más de tres décadas, ha dado la justicia peruana para sancionar a los responsables.
Desde entonces el caso cambiaría de fiscal; sufriría un archivo; múltiples apelaciones; y hasta se vería truncado por una Ley de Amnistía, dada por el Congreso, durante el gobierno de Alberto Fujimori, que perdonó los delitos cometidos por militares que actuaron en zona de conflicto. El caso se reabriría en 2001, bajo presión de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y es sobre el que se esperaba inicio de juicio oral en abril, hasta la llegada del virus. Pero mientras todo eso sucedía a lo largo de 36 años, una pregunta se ha mantenido sin respuesta: ¿qué sucedió con Jaime Ayala?
Lo que pasó con Ayala
Durante dos años, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), un ente autónomo creado por el estado para investigar la violencia política en el Perú, lideró un trabajo de recojo de casos, testimonios y evidencia de delitos acontecidos entre 1980 y el 2000. En su informe final, la CVR hizo públicos testimonios que por primera vez contaban lo que pasó con Ayala dentro de la Base Militar de Huanta.
Luego que el periodista ingresó a la instalación, fue interrogado, golpeado y torturado, por órdenes directas del capitán Álvaro Artaza Adrianzén, cabeza del destacamento en la zona. Testimonios de ex militares de esa base, recogidos bajo código de protección de identidad ante la CVR, relataron el trato inhumano y las múltiples vejaciones a las que fue sometido el hombre de prensa. Uno de esos testigos contó que Jaime Ayala estuvo detenido 13 días en la Base Militar de Huanta, antes de ser asesinado, descuartizado y enterrado.
Otro informante contó que aun teniendo al periodista con vida, y cuando ya la presión nacional -incluso desde el gobierno- exigía su liberación, el capitán Artaza se negó a soltarlo, porque Ayala se encontraba en tal estado físico y de maltrato, que iba a ser evidente que había sido torturado en la base. Y que por eso, prefirió ordenar su desaparición a sus subordinados. El cuerpo fue inicialmente enterrado al interior del Estadio Municipal de Huanta, pero luego trasladado a otra zona.
La información proveída por la CVR facilitó la identificación y ubicación de fosas comunes, donde militares enterraron decenas de cuerpos en los años ochenta, en distintas regiones del país. Se presume que el cuerpo del periodista, por los testimonios ofrecidos, se ubique en una de las dos fosas localizadas en Huanta. Una de ellas, gracias al trámite y la presión de Rosa Pallqui, fue exhumada en el 2009. En ella se hallaron 37 cuerpos, que consiguieron ser identificados gracias a exámenes de ADN. Ninguno pertenecía a Jaime Ayala.
La segunda fosa ha sido ubicada bajo una zona hoy urbanizada. Su actual condición ha dificultado cualquier trabajo de investigación en el lugar, aunque es un trámite que el estado no ha descartado del todo. Rosa Pallqui empuja administrativamente que así sea. Pero, mientras tanto, ¿qué ha sido del capitán Artaza?
Desaparición y muerte presunta
La investigación contra el capitán Álvaro Artaza Adrianzén, como presunto responsable de la desaparición del periodista, avanzó a tal punto que la Fiscalía lo acusó formalmente, y solicitó para él cárcel y una reparación civil, ante el Poder Judicial. Fue entonces que la Marina de Guerra interpuso una demanda competencial, solicitando que sea procesado en el fuero militar, bajo el paraguas de “delito de funciones”.
Pero en febrero de 1986, cuando la Corte Suprema decidió que a quien le correspondía llevar adelante el proceso era al fuero civil, y juzgar el caso como un delito común, ocurrió un hecho inesperado. En adelante, a la desaparición de Jaime Ayala se sumaría una segunda: la de su victimario. Tras conocerse la decisión judicial, que lo obligaría a responder ante la justicia como cualquier otro ciudadano, al capitán Álvaro Artaza se lo tragó la tierra.
Su familia denunciaría un secuestro cinematográfico. Un grupo de hombres abordando su camioneta, en Lima, y partiendo con él rumbo desconocido. Ni Artaza ni el vehículo serían encontrados nunca. En 1989, ante la misteriosa desaparición del capitán, la Marina de Guerra tramitó un certificado de muerte presunta, una figura legal que permite dar por muerto a quien desaparece. Periodistas y funcionarios que investigaron el hecho en su momento, tienen por seguro que Artaza recibió ayuda oficial para huir.
Sobre su paradero existen varias versiones. La más repetida, que vive en Estados Unidos, donde residen dos de sus hermanos. Hasta allá viajan religiosamente, dos veces al año, su esposa Ana María Meza, y su hijo, Álvaro Artaza Meza, según dio a conocer una investigación del diario La República. Fuentes del diario aseguran que Artaza incluso habría retornado temporalmente al Perú usando el pasaporte de uno de sus hermanos.
El juicio oral que debió iniciar en abril tiene, una vez más, fecha pospuesta. A él deberán acudir Augusto Gabilongo García, ex jefe de la base contrasubversiva de Huanta; y Alberto Rivero Valdeavellano, ex jefe político militar de la zona, ambos acusados junto a Artaza por la desaparición del periodista. La jueza Miluska Cano tendrá a cargo las audiencias, y la responsabilidad de que el delito cometido contra Jaime Ayala no quede, aunque parcialmente, impune.