La noche del lunes 25 de abril de 2011, un camarógrafo del Canal 33 fue asesinado por la Mara Salvatrucha cuando salía de su casa rumbo al trabajo. Alfredo Hurtado Núñez fue acribillado por la desconfianza que despertó su profesión en algunos de los vecinos de su zona de residencia, pandilleros de una de las organizaciones criminales con mayor presencia en El Salvador, y contra la cual incluso el presidente de Estados Unidos Donald Trump ha enfilado una agresiva campaña.
Hurtado, de 39 años, llevaba años cubriendo con su cámara los sucesos de la noche y la madrugada en El Salvador. Era, como se dice en la jerga de reporteros local, el tecolote del Canal 33, el periodista-búho que todas las noches estaba atento a trabajar cuando el resto de la población dormía. Desde el inicio de las investigaciones, el móvil asomó ya con alguna claridad. La pandilla desconfiaba de él por su relación con las fuentes judiciales, y por la sospecha de que detrás de su chaleco de prensa y su cámara, se escondía un informante que contaba a las autoridades todo lo que ocurría en los alrededores del poblado de San Bartolo, en las afueras de la capital, en el municipio de Ilopango. Pero la pandilla se equivocó.
Hurtado, como buen tecolote, tenía fuentes a quienes buscar cada vez que necesitaba un reporte de novedades para el turno. El Salvador, con una tasa de homicidios muy superior al promedio latinoamericano, es un país violento, donde las notas rojas no escasean. La comunidad de reporteros que trabajan de noche establecen una red de contactos que les permite enterarse de todos los incidentes que ocurren desde que el sol se oculta hasta que amanece. Policías, fiscales, equipos de salvamento, empresas funerarias, juzgados de turno, periodistas… todos comparten información, asisten a los mismos lugares, cubren los mismos eventos… y llegan a ser eso, una comunidad que gira alrededor de las tragedias. Hoy alguien comparte información. Mañana le tocará a alguien más.
El homicidio ha quedado parcialmente en la impunidad. Al cabo de dos años y medio, las autoridades solo dieron con los dos autores materiales, para quienes lograron condenas de entre 20 y 30 años. Pero la estructura que participó en el crimen era mucho más amplia. Hubo miembros la Mara Salvatrucha que conspiraron para asesinar al periodista, otros le dieron seguimiento hasta el momento de su asesinato, lo “postearon”, y otros ayudaron a escapar a los gatilleros. Incluso hubo un líder de la pandilla que dio la orden de ejecutarlo desde un centro penitenciario del oriente del país… pero las autoridades nunca parecieron interesadas en investigar esos indicios. En un país con una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo, incluso mayor a la de países con guerras abiertas, y con tasas de impunidad que superan el 95%, la doble condena de los que dispararon a Hurtado pareció ser razón suficiente para que el sistema judicial se sintiera orgulloso.
Hurtado, padre de dos hijos, camarógrafo experimentado, fue asesinado porque la Mara Salvatrucha creyó que él echaba rata a los pandilleros de la MS-13. Creyó que era un ‘soplón’ que filtraba información de sus vecinos a las autoridades. Muchas veces a Hurtado le tocó cubrir noticias en su propia zona de residencia, y esa fue precisamente su cruz.
−No sabíamos que hacer periodismo en tu propio barrio, si hay pandilleros, es peligroso. Esa es la gran lección, y se aprendió con él -dice Óscar Madrid, un experimentado periodista, y último jefe que tuvo Hurtado antes de ser asesinado.
Para cualquier periodista del mundo, lo natural, lo básico y hasta lo lógico es poder hacer coberturas de su entorno inmediato: las calles de su vecindario, su barrio o colonia. Pero el asesinato de Hurtado, en abril de 2011, rompió esa premisa. La lección de los periodistas salvadoreños cambió el oficio para siempre.
“Por ese trabajo mierda que tenés”
Casi nadie lo llamaba Alfredo. Todos preferían exaltar su enorme parecido físico con el emblemático personaje Don Ramón, del programa mexicano El Chavo del Ocho. Era delgado, de pómulos saltados y bigote ralo. En El Salvador, a los que se llaman Ramón se les dice Moncho; así que, poco a poco, Alfredo dejó de ser Alfredo y se convirtió en Moncho, “Monchito”, como le llamaba la gran mayoría de sus colegas.
Monchito había comenzado a trabajar en medios como camarógrafo de un programa sobre problemáticas comunitarios hace unos 25 años, en una estación de televisión abierta, canal 12. Llegó al Canal 33, en 2009, después de pasar por los canales más fuertes de la competencia. “Cuando vino aquí, ya era don Alfredo con la cámara”, recuerda Óscar Madrid, el jefe de prensa del Canal 33. “Tenía una energía enorme, a veces no había dormido nada, y a las 5 de la mañana andaba bien despierto. No medía riesgos. Si era una inundación, o un tiroteo, siempre dispuesto a tenerlo”, recuerda Marvin Sandoval, el jefe de camarógrafos del canal.
Vivía con su hijo, su esposa y una hijastra en un reparto a una hora de San Salvador, en la populosa ciudad dormitorio de Ilopango, llamado Jardines de San Bartolo, una urbanización de trabajadores y clase obrera. “Su salario no era tan grande, pero alcanzaba para comer”, recuerda su hijo, Bryan Alfredo, ahora de 18 años. Todos los días, para ir al canal, ubicado en la exclusiva colonia Escalón, Hurtado usaba el transporte de toda la vida: los buses del sistema público. La 29G, la ruta que agarraba todas las noches, demoraba una hora en transportarlo hasta las zonas aledañas a la Plaza de Las Américas, donde tomaba un segundo bus que lo llevaba hasta el canal.
Aquel lunes 25 de abril, salió puntual –jeans azul, zapatos deportivos rojos, su infaltable reloj en la muñeca izquierda, y la camisa del canal, blanca, de botones, con el logo del Canal 33 en el bolsillo delantero- pero el viaje terminó más pronto de lo usual. A eso de las 7:10, el autobús hizo una parada frente al Tony Gym, sobre la calle Las Cañas. Hurtado vio –seguramente como también habrán visto los otros cinco o seis pasajeros- cuando dos pandilleros hicieron la señal de alto al bus, y se subieron por la puerta trasera como cuando alguien no va a pagar el pasaje del transporte. Eran Marlon Stanley Ábrego, alias “Gato”, y Jonathan Martínez Castro, alias “Budín”, dos pandilleros que rozaban los 20 años. Segundos después, con el vehículo ya en marcha, los pandilleros se acercaron a Hurtado, quien estaba en el segundo asiento del lado derecho, y lo atacaron por la espalda. “¡Por trompudo! ¡Por andar de metido! ¡Por ese trabajo mierda que tenés!”, gritaron. Y en seguida descargaron siete disparos con revólveres de calibre 9 milímetros. Hurtado apenas pudo reaccionar.
Cuando comenzaron los gritos, el periodista se giró para ver hacia atrás, intentó cubrirse con su mano izquierda, la cual quedó atravesada por el primer balazo, que terminó también cruzándole el pulmón. Los otros tiros también fueron mortales, cuatro de ellos, en el cráneo. El motorista, que no detuvo la marcha, creyó que el ataque había sido contra él mismo y trató de protegerse con el manubrio del bus. Cuando se descubrió ileso, escuchó a los pandilleros que le exigían a gritos que abriera la puerta trasera para bajar. El motorista abrió la compuerta, El Gato y Budín se aventaron del bus y huyeron a una calle aledaña donde un carro los esperaba para huir a toda velocidad. El motorista miró por el retrovisor interno y vio los orificios en las ventanas donde Hurtado iba sentado, y lo vio a él, recostado sobre la ventana, como si dormía. Detuvo la marcha y junto al resto de pasajeros, bajó por la puerta delantera, frente a la Ferretería La Mascota. Apenas un kilómetro los separaba de Bosques de San Bartolo, donde su familia aun no imaginaba la tragedia.
Unos 15 minutos más tarde, el celular de Hurtado, junto al cuerpo inerte, no paraba de sonar. Su esposa Ana Daysi Romero ya había sido alertada de que había ocurrido un tiroteo en uno de los buses de la 29G. Ella tuvo miedo de que se tratase del mismo bus en el que se había subido su esposo. En esas estaba, apretujando aquel teléfono contra la oreja, esperando escuchar la voz de Moncho, cuando dos hombres tocaron a su puerta: uno era un reportero de un canal de televisión, otro tecolote, y el otro un vendedor de féretros, de esos que en El Salvador abundan y deambulan por las noches, como aves de carroña, a la espera de hacer negocios bajo el signo de la muerte.
Hurtado no se lo había dicho a casi nadie, pero sí había recibido amenazas por parte de pandilleros de una de las clicas de la MS, en los meses anteriores.
−Después nos enteramos de que él también era amigo de policías, y los recibía en su casa. Y una vez medio borracho se dijo cosas con los bichos. En resumen, aquí hubo algo de imprudencia, algo de valor sobrado, y mucho de mala suerte –dice Óscar Madrid, el jefe de prensa del canal.
Los pandilleros que amenazaron a Moncho pertenecían a la clica Sansivar Locos Salvatruchos (SLS), con dominio en Jardines de San Bartolo, pero en su homicidio también participó El Gato, que era miembro de una clica vecina, la Alaskas Criminal (ALCS). Ambas clicas tenían la convicción de que Hurtado era informante de la Policía y que, por ejemplo, él había brindado información sobre los responsables del homicidio de Josué David Lovo Euceda, alias “El Piñata”, ocurrido el 25 de febrero en Bosques de San Bartolo. Hurtado tuvo la mala suerte de estar descansando ese día, estaba en casa y vio el momento justo en el que los asesinos de El Piñata huían, con las armas desenfundadas. Acostumbrado a acechar noticias, Hurtado llamó a sus colegas de otros medios, les informó del homicidio que acababa de ocurrir, y hasta prestó el techo de su vivienda para que de ahí se hicieran tomas de la escena y de las inspecciones de la Policía. Unos días más tarde, la Policía lanzó un operativo en la colonia y Hurtado se desplazó hasta ahí para grabar el procedimiento. Algunos de los detenidos, pandilleros de la zona, reconocieron a Hurtado.
Compañeros del camarógrafo testificaron, días después de su muerte, que Hurtado les había comentado, en el primer trimestre del año, algunos episodios en los que pandilleros se habían mostrado hostiles con su trabajo. A uno de los compañeros de trabajo, por ejemplo, le dijo que le había tocado cubrir un operativo policial nocturno en una colonia contigua a la suya, en el Reparto Las Cañas, y que hubo pandilleros que lo habían reconocido. “Tal vez no me matan”, le dijo Hurtado, en aquella ocasión, a su colega del canal. Nadie, sin embargo, reportó el hecho a los jefes. Otro compañero del canal –cuya identidad fue protegida por un juez con el código 1-33- lo dijo así en su testimonio: “Una vez, don Alfredo nos comentó que pandilleros que residían cerca de su casa le dijeron que mucho se relacionaba con los policías, y que por eso sí lo iban a matar, y él lo que les respondió fue que era parte de su trabajo y que no podía hacer nada”. Un testigo más, el clave 2-33, dijo que en una ocasión Hurtado les contó que había desafiado la exigencia de la pandilla. Les narró que durante un operativo “los bichos” se le habían acercado para exigirle que no transmitiera las imágenes del operativo y de las capturas, pero que él había ignorado la solicitud y que sus rostros habían aparecido en la televisión.
En el ideario de la MS en Ilopango, Hurtado ya tenía el mote de ser alguien que se relacionaba demasiado con los policías. Era lo que todos decían en la colonia, en las calles, en las tiendas. Otro testigo protegido de la Fiscalía, de clave “Tauro”, dijo en su entrevista en sede policial que un pandillero local, conocido como “Asesino”, ya había amenazado a Hurtado, encarándolo. “Ponete las vivas, que te quieren matar porque no trabajás para el Canal 33 sino para la Policía, y el canal se presta para el juego”, dijo el Asesino a Hurtado, según “Tauro”.
–La posibilidad latente que tengás relaciones con investigadores, jueces, con fiscales y policías, el hecho de ser periodista les hace pensar a ellos que si los conocés, los podés identificar y que les vas a pasar información. Eso piensan –resume Madrid.
Los cómplices, la impunidad
Jonathan Alexander Martínez Castro, “Budín”, y, Marlon Stanley Ábrego Rivas, “El Gato”, fueron condenados a 30 y 20 años de prisión, respectivamente, en dos procesos judiciales distintos celebrados en mayo de 2012 y en agosto de 2013. Cuando ocurrió la primera condena, hubo voces de júbilo pero también llamados a la acción. “La condena de Jonathan Martínez Castro constituye una fuerte señal. No obstante, es importante establecer ahora las responsabilidades en el asesinato de Alfredo Hurtado y así esclarecer el móvil del crimen. Este primer paso de la justicia incita a dar otros en la misma dirección”, declaró la organización Reporteros Sin Fronteras.
Sin embargo, más allá de la condena del otro autor material, El Gato, (un año más tarde), las autoridades salvadoreñas se movieron poco, y no lograron determinar la responsabilidad de más pandilleros en el hecho, a pesar de múltiples indicios que había para investigar.
En el expediente del juicio contra el Budín (B-432-11), por ejemplo, se consignan entrevistas y documentos que revelan el papel que tuvo Amílcar Pérez, “La Pulga”, un pandillero de la clica Sansívar Locos Salvatruchos (SLS) que en ese momento estaba recluido por otro delito en el penal de Ciudad Barrios, del departamento de San Miguel. Según esos indicios, La Pulga fue el que dio la autorización vía telefónica para ejecutar el crimen, pero nunca se le responsabilizó al respecto.
Uno de los investigadores del caso con los que habló este periodista, confirmó que no habían podido establecer la participación de La Pulga y otros pandilleros, porque no consiguieron un testigo criteriado que explicara el rol que había tenido cada quién. “Habría sido importante tener un testigo de esas características, pero no se pudo conseguir, por tanto todo lo que se dijo quedó a nivel de rumor, como algo no oficial”, dijo el investigador, quien pidió anonimato mientras no recibiera la autorización de la jefatura de prensa de la Fiscalía para declarar. Se tramitó una solicitud de entrevista formal con la Fiscalía pero al cierre de este artículo aun no había respuesta.
En el expediente del juicio contra Budín, el testimonio de clave “Tauro” y un acta de una denuncia interpuesta en el sistema policial 122, el 29 de abril de 2011, también hay indicios que señalan a La Pulga como el autor intelectual del crimen del periodista. “La víctima tenía problemas con un marero de la zona, y este lo había puesto en mal ante los cabecillas de la mara, y fue La Pulga quien dio la orden para que lo asesinaran”, decía la denuncia anónima número 56857, interpuesta ante el operador 38. Pero las autoridades tampoco prestaron atención a ese indicio y no investigaron.
Otros testimonios señalaban la posible participación de más pandilleros. Decían, por ejemplo, que el hermano de “El Gato”, de apodo “El Gatillo”, fue el pandillero que permaneció afuera de la vivienda de Hurtado, durante la tarde y noche del día del homicidio, para avisar el momento en el que el periodista salía de la casa en dirección al canal de televisión. Según los mismos testimonios, los pandilleros “El Pollo” y “El Chuky” sabían desde el día antes que el homicidio iba a ocurrir.
La participación de más pandilleros, además de los dos gatilleros, es altamente probable, tomando en cuenta la estructura verticalista de funcionamiento de las pandillas como la MS-13. La Mara Salvatrucha está organizada de manera que toda acción para ejecutarse debe haber sido aprobada por sus líderes ya sea en la cárcel o en “la libre”. Igual ocurre con el Barrio 18, otra de las pandillas más numerosas en El Salvador. Cuando el periodista francoespañol Christian Poveda fue asesinado en septiembre de 2009, las autoridades lograron identificar la participación de más de una decena de pandilleros, aparte de los que habían disparado contra él.
Pero dejando por fuera las investigaciones que no se echaron a andar, los expedientes que terminaron en la condena de El Gato y Budín también evidencian algunas inconsistencias que abogados y jueces parecen haber pasado por alto. Por ejemplo, el principal testigo para la condena de Budín y El Gato, el testigo de clave “Cáncer” –un pasajero que iba en el bus, en el momento del homicidio- señaló en su testimonio que solo uno de los dos pandilleros había disparado, el Gato, mientras que Budín no. No obstante, a lo largo de las investigaciones uno puede encontrar pruebas que reflejan lo contrario, que ambos pandilleros sí dispararon. Por ejemplo, está la pericia técnica del departamento de balística de la Policía del 16 de mayo de 2011 que concluye que fueron dos pistolas 9 mm las que fueron disparadas en el hecho. Y la resolución de la jueza Aenne Margareth Castro, del Tribunal Primero de Sentencia, que dio por establecido en su condena contra El Gato, el 4 de septiembre de 2013, que ambos pandilleros sí habían disparado.
Había otras inconsistencias. En la acusación inicial, por ejemplo, la Fiscalía decía que habían sido tres los atacantes, y no dos, como terminó certificado. También se decía, en la acusación fiscal, que los homicidas habían disparado “sin mediar palabra”, cuando otros testigos señalaron que estos habían dicho a Hurtado que lo mataban por “metido”, y “trompudo”.
También hubo deslices menores. En la investigación contra Budín, una de las pruebas que la Fiscalía incorporó al expediente B-432-11 era el decomiso de unos volantes con imágenes alegóricas a pandillas y un dispositivo USB que supuestamente pertenecían a Budín. Sin embargo, cuando los inspectores escribieron en el acta el nombre del dueño de esos objetos, escribieron el nombre de “Diego Armando”, como el jugador de fútbol argentino.
Víctimas de una nueva guerra
Los asesinatos de periodistas en El Salvador no son especialmente comunes. En 20 años, entre 1997 y 2018, han ocurrido 15 casos y si bien en la mayoría de ellos no se ha establecido que el móvil esté directamente ligado a la profesión, ya hay ciertos indicios que van perfilando ese fenómeno. El homicidio de Alfredo Hurtado avanza en esa dirección, pero también hay casos más recientes como el de Nilton García, un ex fotoperiodista de La Prensa Gráfica, que decidió abandonar El Salvador el año pasado después de reiterados episodios en los que sus propios vecinos, pandilleros o vendedores de droga, insinuaban que él era el que los delataba ante las autoridades. En todo caso, El Salvador –según el Comité Para la Protección de Periodistas- está lejos de registrar los niveles de violencia de México, donde entre 1992 y 2018 ya han asesinado a 101 comunicadores.
De los 15 asesinatos de periodistas en El Salvador, en ninguno de ellos se ha identificado o señalado a los autores intelectuales. En siete de ellos, los autores materiales han sido al menos procesados en el sistema de justicia.
En octubre de 2017, la Asociación de Periodistas de El Salvador (APES) creó la Mesa de Protección a Periodistas y Profesionales de la Comunicación, donde está representada la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, diversas instancias de cooperación y otros gremios de medios. A principios de noviembre de 2018, la APES presentó a discusión en la Asamblea Legislativa un proyecto de ley de protección integral de periodistas.
En un informe sobre las vulneraciones a la prensa salvadoreña 2017-2018, la APES recomendaba a la Policía y a la Fiscalía que creara unidades especializadas para la investigación de amenazas contra los medios de información. El informe recapitulaba cuatro casos de acoso y amenazas contra distintos medios de comunicación ocurridos entre enero de 2017 a mayo de 2018. Pero, en general, la APES reconoce que puede haber un subregistro.
“No tenemos cuantificadas las denuncias de periodistas que sufren algún tipo de acoso de pandillas. Tenemos que trabajar en un protocolo de seguimiento a esos casos para dar la protección que los periodistas necesitan”, dice Rigoberto Chinchilla, presidente de la APES.
La vulnerabilidad para periodistas es constante en El Salvador. La conflictividad y los riesgos en el país son parte de la vida cotidiana en todo el territorio nacional. Desde 2015, el Gobierno salvadoreño oficializó una política de corte manodurista contra las pandillas, lo que en el terreno fue tomado como un llamado a la guerra e implicó el surgimiento de “grupos de exterminio” conformados por agentes policiales y soldados. A partir de entonces, el Gobierno comenzó a vender la idea de que decenas de pandilleros morían mensualmente producto de “enfrentamientos” con las fuerzas de seguridad, pero en varios casos, como el caso de la Finca San Blas, se demostró que no había existido tal enfrentamiento sino que había sido una ejecución ilegal y extrajudicial. A la guerra entre pandillas rivales, ahora se suma la guerra entre estas y las fuerzas de la Policía y el Ejército.
Esta espiral de violencia repercute en la labor periodística. A los territorios controlados por las pandillas no puede entrar nadie sin que estas lo sepan o lo autoricen. Pandilleros asesinan a policías y soldados, y estos, en represalia, crean unidades de exterminio ilegales para golpear de regreso, o viceversa. En esa vorágine, la sospecha hacia la labor periodística como le ocurrió a Alfredo Hurtado está servida.
Epílogo
El asesinato de “Monchito” también trastocó la vida de sus familiares. Su esposa e hijos que vivían en Bosques de San Bartolo tuvieron que abandonar la casa, bajo amenazas de pandillas. Ahora viven en otro departamento, y han comenzado a rehacer sus vidas desde cero. Prefieren mantener oculto su nuevo domicilio porque no quieren que sus planes nuevamente sean truncados por la violencia de la pandilla.
Dos hermanos de Hurtado sufrieron atentados armados entre 2011 y 2015. Ellos lo atribuyen al hecho que ellos podrían denunciar ante la Policía al resto de implicados en el asesinato de Alfredo. “Pero la mayoría de ellos ya ahora está muerto, por la misma violencia de pandillas, han ido muriendo uno por uno”, dice uno de los hermanos, que solo aceptó hablar con este periodista bajo la condición de anonimato y cuando se le mencionó que no era un artículo que se publicaría en El Salvador.
En el Canal 33, quienes fueron jefes de Hurtado Óscar Madrid y Marvin Sandoval, dos veteranos del periodismo televisivo, también cuentan cómo el homicidio de Monchito cambió para siempre el periodismo salvadoreño. Para ilustrarlo, dicen que cuando se hace cobertura de noche, ya no hay primicias pues todos los tecolotes se ponen de acuerdo si conviene o no ir a determinado lugar.
−No sabíamos que hacer periodismo en tu propio barrio, si hay pandilleros, es peligroso. Esa es la gran lección, y se aprendió con él.
-¿Y cuál fue esa gran lección?
−Ahora nadie va a trabajar a su lugar de residencia. Esa es nuestra ley aquí –dice Madrid.
−Y, normalmente, nuestra gente que va a operativos de la Policía usa gorros, se tapa el rostro para que nadie los reconozca –agrega Sandoval.
-¿El canal brinda esos gorros? –pregunto.
−No, cada quien lo consigue por precaución. También lo que muchos hacen es venirse al trabajo con otra ropa y cambiarse de vestimenta. Aquí se ponen el uniforme –dice Sandoval.
-¿Y todos los reporteros entienden estas reglas?
−Ellos a veces informan que la cobertura es en una colonia cerca de donde viven, y nosotros les decimos, que si sienten que alguien los puede identificar, mejor no vayamos. Así de simple –dice Madrid. Y agrega−Yo creo que fue necesaria esa experiencia para que muchos entendiéramos las consecuencias de la osadía, la temeridad. Ahora el temor te hace: cubrir con miedo, o cubrir tapando tu rostro, o mejor o no cubrir.